(imagen tomada de: www.visitmexico.com)
La ciruela gorda, de puro jugo que te inunda de dulzura, debe ser comida, me
enseñaste, con los ojos cerrados. La ciruela remolacha, de pulpa apretada y roja, es para
comer mirándola.
Te gusta acariciar el durazno y desnudarlo a cuchillo y preferís que las manzanas
vengan opacas para que uno pueda arrancarles el brillo con las manos. El limón te inspira respeto y las naranjas te dan risa. No hay nada más simpático que
las montañas de rabanitos y nada más ridículo que el ananá, con su coraza de guerrero
medieval. Los tomates y los morrones parecen nacidos para exhibirse panza al sol en las
canastas, sensuales de fulgores y perezas, pero en realidad los tomates empiezan a vivir
su vida cuando se mezclan con el orégano, la sal y el aceite, y los morrones no
encuentran su destino hasta que el calor del horno les deja en carne viva y las bocas
nuestras los muerden con ganas.
Las especias forman, en el mercado, un mundo aparte. Son minúsculas y poderosas.
No hay carne que no se excite y eche jugos, carne de vaca o de pez, de cerdo o de
cordero, cuando la penetran las especias. Nosotros tenemos siempre presente que si no
fuera por las especias no hubiéramos nacido en América y nos hubiera faltado magia en
la mesa y en los sueños. Al fin y al cabo, fueron ellas las que empujaron a Cristóbal
Colón y a Simbad el Marino. Las hojitas de laurel tienen una linda manera de quebrarse en tu mano antes de caer
suavemente sobre la carne asada o los ravioles. Te gustan mucho el romero y la verbena,
la nuez moscada, la albahaca y la canela, pero nunca sabrás si es por los aromas, los
sabores o los nombres. El perejil, especia de los pobres, lleva una ventaja sobre todas las
demás: es la única que llega al plato verde y viva y húmeda de gotitas frescas.
Eduardo Galeano Extraído del libro: Días y noches de amor y de guerra. |